
La polarización política surge como uno de los fenómenos más inquietantes de las democracias contemporáneas, y España no es ajena a este fenómeno. Según el Barómetro del CIS, un 70% de los españoles considera que la sociedad está cada vez más polarizada, lo que subraya la intensidad de las divisiones entre diferentes sectores de la población. Por ello, hay quien alerta que la polarización puede ser una amenaza para la democracia.
En un contexto polarizado, existen mensajes políticos que cuestionan y señalan la legitimidad de las instituciones democráticas, que tienden a ser percibidas como herramientas de un bando ideológico, en lugar de instituciones neutrales. Esto no solo erosiona la confianza en el sistema político, sino que también legítima mensajes autoritarios en la conciencia social. Además, la polarización alimenta la desafección política, con un creciente número de ciudadanos que se sienten distantes de las instituciones de poder, lo que debilita los cimientos de la democracia representativa.
En el plano social, los efectos de la polarización son también perjudiciales. El votante ya no vota por la razón, sino por la emoción. Por ello, los rivales políticos pasan de ser adversarios a ser enemigos a derrotar, lo que aumenta la intolerancia y la hostilidad dentro de la sociedad, derivando en amenazas para la cohesión social y la estabilidad política, resurgiendo así el concepto de las “dos Españas” que la misma Constitución intentó conciliar. La polarización, además, radicaliza los mensajes políticos en mensajes emocionales, lo que a menudo culmina en la creación de identidades políticas irreconciliables en la sociedad, fomentando el pensamiento del “nosotros contra ellos”.
Además, la polarización política dificulta alcanzar consensos y posiciones políticas en común, lo que genera mucha inestabilidad para gobernar y legislar un país.
No obstante, existen quienes argumentan que la polarización no constituye una amenaza para la democracia. A menudo, la polarización es vista como una manifestación legítima de la pluralidad política que existe en las sociedades democráticas. En este sentido, puede ser incluso percibida como una forma de movilizar a los ciudadanos y de dinamizar el debate público, ofreciendo opciones ideológicas más claras y diferenciadas. Al mismo tiempo, la competencia política en un contexto polarizado puede fortalecer la rendición de cuentas y hacer que los políticos en conjunto sean más sensibles a las demandas de la ciudadanía.
En conclusión, la polarización política presenta riesgos claros, tanto para la cohesión social como para el funcionamiento de las instituciones democráticas. Sin embargo, su impacto dependerá de cómo los actores políticos decidan gestionarla. Preservando el diálogo racional y evitando la radicalización emocional, la polarización puede ser un componente legítimo de una democracia saludable.
La cuestión es, ¿conviene dejar de radicalizar las emociones? ¿Es ético hacerlo? ¿Es la polarización política una amenaza para la democracia?
Así pues, el debate está servido.