España lleva bloqueada varios meses. Sin Gobierno, sin presupuestos y sin apenas tramitación de leyes. Los resultados de estas últimas elecciones no despejan las dudas, y todo apunta a que la situación no va a cambiar mucho.
Hemos sufrido disoluciones de las Cortes y convocatorias anticipadas de elecciones, prórrogas de los presupuestos, bloqueos en la tramitación de leyes… En una situación caracterizada por la incertidumbre política, el bloqueo institucional y, sobre todo y como consecuencia de esto, el hartazgo de los ciudadanos, muchos comenzamos a preguntarnos si realmente es positivo el pluripartidismo o si, por el contrario, deberíamos tender de nuevo hacia un nuevo bipartidismo.
Todos coincidimos en que los beneficios de la irrupción de nuevos partidos en España son evidentes: regeneración democrática, crítica al reparto sistemático entre PSOE y PP de organismos como el CGPJ, así como la aparición en el debate público de asuntos que de otra manera nunca se habrían puesto sobre la mesa en nuestro país. Evidentemente, la diversidad de partidos en el arco parlamentario da a los ciudadanos, mediante la especialización ideológica que la competencia les impone, más opciones para elegir dónde se sienten mejor representados. Incluso ha forzado a los partidos antaño hegemónicos a definirse en asuntos que habían dejado de lado, como el problema catalán o el rearme ideológico. De hecho, tanto PP como PSOE han adoptado mecanismos de democracia interna que antes no tenían. En definitiva, nuestro sistema democrático se ha visto enriquecido.
El problema viene cuando, pese a todos estos beneficios, la gobernabilidad y la estabilidad se ponen en riesgo. Pese a que nuestro sistema democrático ya prima estos dos valores hasta el punto de modular el principio de representatividad—mediante mecanismos como el sistema de circunscripción provincial o la barrera electoral—, el proceso de fraccionamiento político ha conducido en pocos años a una atomización parlamentaria que ha imposibilitado esta estabilidad. Los resultados del domingo confirman incluso una mayor división, y muchos ya apuestan por unas terceras elecciones, que serían las quintas en cinco años.
Resulta muy necesario pensar hasta qué punto es positiva esta nueva representatividad sobre la gobernabilidad, que no solo consiste en una investidura, sino en la aprobación anual de unos Presupuestos Generales del Estado, de proyectos de ley… Podemos ver que en los últimos años la aprobación de leyes se ha rebajado a mínimos y la principal vía de creación legislativa ha sido el decreto-ley. Esto supone ya un problema de por sí, ya que no permite el debate parlamentario de las leyes y es una alteración del sistema. Es decir, la representatividad no es efectiva, y es cuando pierde su sentido. El objeto del Parlamento es representar a los ciudadanos y reflejar la voluntad general en el ordenamiento de nuestro país. Si esto no sucede, entonces esta supuesta representatividad no está siendo efectiva, sino simplemente teórica. De nada sirve un parlamento multicolor si no cumple con su principal objeto y no hay unas instituciones funcionales que puedan poner en práctica esa representación. Incluso esta representatividad se ve mermada a priori, en el proceso electoral, cuando la atomización de los partidos a derecha e izquierda hace que miles de votos se pierdan por el camino e incluso favorezcan a partidos de signo opuesto, riesgo que se da en mayor medida en provincias con muy pocos representantes en el Congreso, en las que el multipartidismo no da más representatividad sino todo lo contrario. Es decir, en un sistema pluripartidista, la representación de los ciudadanos se ve perjudicada a priori por dicha división del voto, y la representatividad que llega a darse en el Congreso no es en verdad efectiva a posteriori dado que no se posibilita la aprobación de leyes que puedan reflejarla ni un Gobierno estable que establezca la indirizzo politico. Y si, además de esto, el coste de oportunidad es la estabilidad institucional, quizá debamos repensarlo.
No obstante, la pluralidad de partidos ha funcionado a nivel municipal, autonómico e incluso nacional: Rajoy sí pudo gobernar gracias al apoyo de otros partidos en 2016, cuando el bipartidismo hacía tiempo que había desaparecido, así como aprobar los presupuestos incluso una semana antes de ser derribado por la moción de censura. Quizás, entonces, el problema sea algo coyuntural, de nuestros líderes, de personalismos y egocentrismos absurdos. Y quizá, también, vaya siendo hora de cambiar aspectos de nuestro sistema electoral, que hace que en la práctica sea el Congreso la cámara de representación territorial y permite que múltiples partidos regionales tengan peso en él, con una mayor atomización parlamentaria, dinamitando el objeto de representación nacional que tiene. De una manera u otra, es necesario pensar la manera de salir de la parálisis, pues la situación actual ya ha demostrado su ineficacia para garantizar una representatividad efectiva y una estabilidad institucional.
Así pues, el debate está servido.