No nos engañemos, la abrumadora victoria Demócrata sólo responde a un motivo: librarse por fin de la esperpéntica Administración Trump. Obviando este espejismo, perdura el eterno dilema sobre la eficacia de las leyes electorales. ¿Por qué gusta tanto un sistema mayoritario y de elección indirecta que no asegura la representatividad?
Sus defensores lo consideran un mecanismo de cohesión, pues el principio “una persona, un voto” invisibilizaría a los pequeños estados en favor de los grandes como California. Infravalorar un estado generaría su rechazo y un distanciamiento de las instituciones nacionales. La implantación de este sistema fue, según los Padres Fundadores, por el miedo a que se desarrollase una corriente secesionista en la recién creadanación.
Un sistema mayoritario asegura estabilidad; el indispensable voto útil empuja al electorado hacia un bipartidismo perfecto, garantizándose así rápidas transmisiones de poder sin necesidad de acuerdos con otros partidos, evitando por consiguiente el bloqueo político.
Por último, el riesgo de entregarle todos los compromisarios a un único partido incentiva incluso a los electores más pasivos, tal y como sucedió el pasado 3N, a salir a votar por la victoria del candidato que relativamente más le represente; asegurando una alta participación.
Pese al atractivo mensaje defensor de poblaciones rurales y la estabilidad, el argumentario contrario al sistema es superior. La imperiosa necesidad de cohesión dejó de preocupar hace ya más de un siglo… sin mencionar el ya arraigado nacionalismo estadounidense y los beneficios económicos que reporta a los 50 estados esta unión; su Constitución ha permitido que actualmente los ejecutivos estatales hayan asumido numerosas competencias cruciales como la Educación o el comercio intraestatal, por lo que aun generando malestar el perder influencia nacional; no sería suficiente como para sembrar corrientes secesionistas.
En la práctica, existe un profundo desencanto popular por la ineficaz representatividad que ofrece el winner take all por tres motivos.
Un partido obteniendo la totalidad de compromisarios invisibiliza las voluntades de muchos ciudadanos, pero si extrapolásemos a los 50 el sistema proporcional de Nebraska y Maine; aunque un partido fuese derrotado, podría todavía aportar compromisarios que, sumados a los de otros estados, articulen una mayoría ganadora más fidedigna.
La supervivencia de un único partido tras los comicios impone el voto útil y fuerza a abundantes votantes, mayormente progresistas, a renunciar a sus principios y elegir “lo menos malo” entre dos opciones: liberales o conservadores, dificultando la difusión de otras ideologías como la incipiente socialdemocracia de Sanders.
Muchos de los estados están tradicionalmente ligados a un partido, que es apoyado abrumadoramente elección tras elección, como Alabama con los Republicanos o Maryland con los Demócratas. Es poco plausible entonces pintar de rojo un estado azul y viceversa. Así que ese incentivo a participar del que hablan los defensores del sistema únicamente existe en los swing states; apenas unos 6 o 7. Y es que, desde las elecciones de 1968, no se había vuelto a superar la barrera del 60% de participación electoral.
Conocemos ahora de primera mano las fuerzas y debilidades de este longevo sistema, llegando al imperecedero choque entre representación versus estabilidad, ¿cuál es preferible?
Así pues, el debate está servido.