Ni la monarquía ni las nacionalidades son parte esencial de la Constitución. En mi opinión, no nos iría mejor con un presidente de la República en lugar de con un Rey, ni con una descentralización meramente administrativa en lugar de con regiones y nacionalidades con capacidad real de autogobierno. Pero está claro que España también podría bajo esos otros diseños seguir siendo una democracia constitucional. Por el contrario, sí forma parte esencial de la Constitución la decisión de resolver de modo consensuado esos dos problemas recurrentes de nuestra convivencia, el territorial y el de la forma de la jefatura del Estado. Lo que distingue a la Constitución de 1978 de todas las que hemos tenido anteriormente no son sólo las fórmulas que emplea para resolver estas y otras cuestiones, sino el acuerdo entre rivales como método para encontrarlas.
Pese a ello, muchos de los críticos del Estado autonómico o de la monarquía parlamentaria no parecen darse cuenta de que, siendo completamente legítimas sus propuestas, cometen un tremendo desatino si pretenden implantarlas sin buscar el mismo consenso que supieron encontrar los que durante la transición consiguieron la fórmula para que la Constitución fuera apoyada por regionalistas y nacionalistas, por monárquicos y republicanos.
El consenso constitucional no sólo es necesario, también es frágil. Para conservarlo, es imprescindible evitar que la Constitución se convierte en parte del arsenal ideológico con el que se apuntalan las opciones políticas de cada cual. Cuando la Constitución lo es sólo de la mayoría, está condenada a cambiar cada vez que la mayoría cambie. Por eso, una Constitución de parte debilita la democracia y aleja el progreso social, que depende en gran medida de la estabilidad y fortaleza de las instituciones.
Cada vez que una opción política plantea la reforma constitucional como un ariete para contribuir a debilitar al adversario comete un error de base, pues sin el acuerdo del adversario la reforma es imposible. Quien quiera la república debe esforzarse en convencer a los partidarios de la monarquía de la bondad de su alternativa, no en derrotarlos en las urnas. Y quien no quiera nacionalidades en el texto constitucional tendrá que pactar su sustitución con aquellos que apoyaron la Constitución precisamente porque incluía ese término.
Así pues, el debate está servido.
*Este artículo también fue publicado en el Diario SUR el 29 de mayo de 2022