
En un mundo dominado por las nuevas tecnologías y por la cultura de la inmediatez, la noticia más esperada y que más expectación ha generado en el último mes se sigue comunicando mediante señales de humo (negro o blanco), a través de una vieja chimenea, y precedida de una larga espera. En una época en la que todo se programa, se mide y se hace para ser contado, un grupo de personas se encierra y desconecta del mundo para no salir hasta haberse puesto de acuerdo, hasta haber tomado una decisión, sin plazos, sin límites y sin que el resto de los mortales sepamos ni lo que está pasando dentro ni cuándo van a acabar. Y eso da que pensar. Porque las grandes decisiones necesitan silencio, necesitan desconexión, necesitan profundidad y necesitan su tiempo.
Durante tres semanas, medio mundo ha estado pendiente de lo que pasaba en un pequeño estado de apenas medio kilómetro cuadrado y menos de mil habitantes. En una sociedad cada vez más polarizada, llama la atención un sistema de elección que, aunque pueda parecer antiguo y ceremonioso, propio de otra época, tiene, entre otras ventajas, además de la del silencio y la desconexión, la virtud de exigir una amplia mayoría, obligando a elegir a un líder de consenso capaz de suscitar un gran apoyo entre sus iguales, que le confían el timón para el resto de su vida, colocándose tras él después de darle carta blanca para desarrollar su proyecto de liderazgo. Un sistema que ha funcionado durante siglos para mantener viva la mayor organización de la historia de la humanidad, con sus luces y sus sombras, sí, pero recordemos que es norma de buen historiador saber que no podemos juzgar nunca el pasado con los ojos del presente.
Jefes de Estado y de Gobierno han liberado sus agendas para despedir al papa fallecido y, apenas dos semanas después, lo han vuelto a hacer para dar la bienvenida al nuevo. Y millones de personas, en todo el mundo, han seguido minuto a minuto estos acontecimientos que, aparentemente, no tendrían por qué afectarles. Pero no es sólo por la importancia de la Iglesia como institución, con 1.400 millones de fieles, que se dice pronto, repartidos por todo el mundo. Quizás en un mundo tan vacío, tan falto de sentido, aquello que tiene que ver con lo espiritual nos llama la atención, nos descoloca un poco, nos cuestiona e incluso nos puede llegar a interpelar.
Pero detrás de las instituciones, y al frente de ellas, hay personas. Es cierto que, en la vida, cada institución, cada cargo, tiene la importancia que le damos como sociedad, pero también lo es que cada persona imprime su carácter a la institución que representa, al cargo que ocupa. Y cada persona transmite lo que es con su forma de hacer, con su testimonio, con su vida. Por eso, al venir de un papa tan carismático como Francisco, que a pocos ha dejado indiferentes, la expectación y las expectativas eran mayores.
El hecho es que transmitimos lo que vivimos, ni más ni menos. Por eso es tan importante la coherencia entre lo que queremos ser y lo que hacemos. Y si el papa Francisco transmitió cercanía y un toque de rebeldía en lo formal, su sucesor, desde el primer momento, ha demostrado su personalidad, revelándonos que no es, para con su antecesor, ni continuidad en las formas ni ruptura con el estilo de cercanía, sino que ha mostrado su propia impronta. Pero creo que lo más importante de él es, sobre todo, su trayectoria. Y es que, precisamente porque transmitimos aquello que vivimos, nuestra trayectoria, lo que hemos hecho en la vida, habla de nosotros.
Robert Prevost empezó como misionero en Perú. Y una persona que decide dedicar su vida, no sólo a los demás, sino más concretamente a los últimos, está demostrando estar hecho de una pasta distinta en un mundo tan egoísta como el que nos ha tocado vivir. El verdadero liderazgo es, fundamentalmente, un servicio (liderar es servir), por lo que una buena experiencia de servicio te prepara bien para una gran responsabilidad. Con el tiempo, sus compañeros lo eligieron para ser superior general de su orden, los agustinos, por lo que tiene sobrada experiencia en el gobierno de una organización a nivel mundial, con presencia en muchos países. Y lo más importante es que, en esa experiencia de gobierno de una organización universal, ha demostrado humildad, cercanía y capacidad de escucha, tres características esenciales de un buen liderazgo.
Por último, aparte de un cónclave en el que, según varios cardenales han destacado de él, ha demostrado su entereza y su carisma, y aparte de la elección de un nombre con el que nos anuncia su intención de poner en el centro la cuestión social desde la óptica cristiana (en la línea de León XIII), aparte de eso, están sus primeros gestos. Y no me refiero a la forma de vestir en su primer día o a sus primeras palabras, sino a los gestos de su cara, concretamente a esa mirada emocionada con la que salió al balcón de San Pedro. Una mirada que, lejos de reflejar la ilusión por un cargo deseado o buscado, transmitía el enorme respeto de quien, desde una sincera y profunda humildad, adquiere de pronto conciencia de la magnitud de la abrumadora responsabilidad que se le viene encima y para la que ya no hay marcha atrás. Y esa mirada emocionada y abrumada, que todos pudimos ver de muy cerca en nuestras propias casas, gracias la tecnología, es propia de una persona buena.
Y en un mundo como el nuestro, en un mundo tan egoísta e individualista, donde cada uno va a lo suyo, donde las relaciones humanas son cada vez más superficiales y efímeras, donde huimos de la profundad de las cosas, donde todo va demasiado deprisa para detenernos a saborear cada experiencia, donde el ruido no nos deja escuchar ni escucharnos a nosotros mismos, en ese mundo en el que vivimos, hacen falta buenas personas. Y especialmente al frente de las instituciones y de las organizaciones. Porque, cada vez más, necesitamos líderes que vivan la vida con profundidad, que sean cercanos, que tengan humildad y que sepan escuchar, pero, sobre todo, necesitamos líderes que sean buenas personas.