¿Qué hace a un discurso sublime?

Joan Vila Valero, graduado en Derecho y ADE, estudiante del Doble Máster de Acceso a la Abogacía con especialización en Derecho Laboral, así como debatiente en la Sociedad de Debate de ESADE y ayudante de formador en la misma, nos plantea esta pregunta que no puede ir más acorde al mundo en el que nos movemos la mayoría de los lectores de este medio. Y tú, ¿que opinas?
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Se preguntaba Cicerón, en La invención retórica, si el estudio de la elocuencia retórica había supuesto mayores males que bienes a la sociedad. La duda presentada por el aclamado orador se centra en una dicotomía entre la sabiduría y la elocuencia, pues la primera sin la segunda no es útil, por no poder expresar y por tanto transmitir los  conocimientos con los que se cuentan, y la segunda sin la primera conlleva que hombres  necios tomen las riendas de la élite intelectual y guíen, sin autoridad alguna, al resto de  hombres, que los considerarán sabios simplemente por saber expresarse. No obstante, a  su vez, Cicerón identifica que es la elocuencia, por encima de la razón lo que ha permitido «fundar ciudades, sofocar guerras y establecer amistades y alianzas». 

Así, vistas ambas dimensiones, cabe plantearse cuál prevalece en este aparente conflicto. Edmund Burke, en su Indagación, alegará que el punto máximo de lo sublime en el  discurso se logra mediante la poesía, constituyendo el modelo por antonomasia que permite la transmisión, más que de imágenes y de conocimientos, de sensaciones y emociones. De dicho modo, un orador sublime será quien pueda, mediante el uso de la  palabra, comunicar sus sentires de forma que el público pueda experimentarlos de igual  forma, que sea capaz de trasladar al receptor del discurso a su imaginario, que pueda  transmitir ideas abstractas que, con el significado puramente denotativo de las palabras no podrían compartirse. En un sentido totalmente opuesto se sitúa la racionalidad de Spinoza, quien, de forma menos enrevesada, clarifica que la transmisión de conocimiento  deberá ser siempre racional para ser efectiva y verdadera, y que el discurso, aun sin usar dicho término, como herramienta de transmisión de conocimiento, deberá compartir estas características. Así, Spinoza discreparía con la emocionalidad de los discursos de los  movimientos sociales, por ejemplo, alegando que para compartir y difundir una cierta idea es esencial que ésta se base en criterios objetivos y no emocionales.  

La solución a la presente parece entonces clara: un discurso sublime será aquél que logre  combinar ambas. Esto contaría con la ventaja de mantener un contenido avanzado en cuanto a razón y empirismo a la vez que simplificado a través de la elocuencia basada en emociones que facilitan la transmisión. No obstante, cabe preguntarse, ¿es necesario  sacrificar una cualidad para incluir la otra? No es disparatado creer que para transmitir al  receptor un saber profundo y complejo es necesario brindarlo con la mayor claridad  posible, sin adorno retórico alguno. De la misma forma, la aparición de la emoción en la psique del orador parece actuar como un impedimento a la hora de que éste se muestre abierto a recibir y comprender las réplicas a sus argumentos. 

Así pues, el debate está servido.

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