Gaza es un campo de cultivo para cosechar los frutos de una generación empachada de violencia, los noticieros advierten: “A continuación se mostrarán imágenes duras, le recomendamos apartar a los menores”. Una madre le pide a su hijo que salga del salón, en la televisión, un israelita huérfano solloza a lo lejos frente a la tumba de su hermano; en la habitación, el niño masacra poblaciones enteras en su consola.
El joven occidente ha nacido entre almohadones y el único medio informativo que tienen sus habitantes es el telediario o las redes sociales, pero ¿cuán conscientes son de que todas las violaciones, asesinatos, secuestros y desgracias que ven en la televisión son parte del mundo en el que viven?
Cada bomba que cae sobre un hospital vale menos si el verdadero bombardeo sale de los medios, cada muerte cuenta menos si el cadáver es solo un número. Vivimos rodeados de constantes estímulos, si crecen con juegos, con porno, con violencia en sus contornos, no podemos culparlos de seguir preocupándose del nuevo Iphone más que del destino de un planeta dinamitado por una especie voraz, la única que caza por amor al arte y con cada vez menos delicadeza.
Esta atmósfera da paso a mentes que tienen automatizado el ignorar horribles sucesos, pero también les hemos dado un espacio del que las generaciones anteriores no disponían, un espacio que están ocupando y que, irónicamente también acaba apareciendo en estos mismos medios que tanto omitimos, nuestros jóvenes, aún teniendo todas las papeletas para caer en la apatía, se levantan con cada vez más frecuencia contra las injusticias que observan.
Es la paradoja de una generación ciega que, sin embargo, lucha con más fuerza que ninguna otra para plantar antorchas en la oscuridad. Contra todo pronóstico, el activismo brilla como nunca entre los adolescentes que, a su vez, han sido inmunizados contra los horrores de su época.
Así pues, el debate está servido.