¿Está en riesgo la separación de poderes?

Carmen Aguado, debatiente y formadora de ADUZ, profundiza en esta relevante cuestión hablando de concentración de poderes, manipulación del lenguaje y límites difusos.
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«Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa». Este principio fundamental que idílicamente formuló Montesquieu en el siglo XVIII, sostiene la idea de que la justicia no puede existir sin independencia. Hoy, sin embargo, vemos claramente amenazada esta independencia ante la concentración del poder político, alimento de la desconfianza ciudadana hacia las instituciones.

Aunque puede sonar como un concepto legal complicado, su significado y propósito son sencillos y esenciales para la pervivencia de nuestras democracias. La teoría de la separación de poderes, en esencia, divide el poder del Estado en tres ramas independientes. En primer lugar, el poder legislativo, responsable de la creación de las leyes, representar la voluntad de la ciudadanía y supervisar la acción del ejecutivo, se materializa en el Parlamento o Congreso. Lo sigue el poder ejecutivo, responsable de ejecutar y hacer cumplir las leyes administrando el Estado, está encabezado por el Presidente, Primer Ministro o Gobierno. Finalmente, el poder judicial, responsable de interpretar la ley, garantizar de los derechos y libertades individuales y actuar como contrapeso de los otros poderes con sujeción a la Constitución, se ejerce a través de los jueces y tribunales.

Esta división, perfectamente formulada en la teoría, pretende salvaguardar la libertad política al evitar que se produzca una concentración desmesurada sobre alguno de los tres pilares. «Le pouvoir arrête le pouvoir» o que el poder detenga al poder, pretende impedir que la naturaleza de la ostentación de poder por parte de las instituciones se traduzca irremediablemente en abuso.

Sin embargo, ¿qué hay de cierto de esta división en nuestros días? Echando la vista atrás presenciamos decisiones trascendentales ser tímidamente tramitadas por la vía de urgencia para evitar su debate en el Congreso, vemos altos cargos políticos deslegitimar a los jueces que actúan como su contrapoder o múltiples medios ser desprestigiados por cubrir la actualidad.

Lo importante de una mentira no es su veracidad o su verosimilitud, sino las emociones que despierta. Es por ello que la preeminencia actual del ejecutivo sobre el resto de poderes no se manifiesta por medio de una represión absolutista como en tiempos pasados, sino a través de la resignificación.

Cuando comprendemos que la palabra es el germen de toda forma de poder, advertimos el interés de los altos mandatarios en reformularla, etiquetarla y deslegitimarla para que sólo prevalezca su manera de entender el mundo. El lenguaje que anestesia se presenta como una nueva forma de entender la realidad, porque para que una sociedad acepte lo inaceptable primero tiene que decirlo sin culpa.

Se trata de una conquista lenta pero constante, que finalmente se traduce en instituciones cuyas decisiones no son cuestionadas ni debatidas, convirtiendo a los ciudadanos en meros espectadores pasivos de su propio sistema. Allá donde no se construye el consenso, no podemos hablar de verdadera democracia.

No obstante, existen quienes argumentan que este principio se encuentra algo desactualizado. En este sentido, la incidencia de los partidos políticos diluye esta separación imponiendo su lógica partidista, y tampoco se recoge la incidencia de los lobbies en la acción pública. Al mismo tiempo, se argumenta que el Estado moderno habrá de desempeñar nuevas funciones que van más allá de la clasificación tripartita.

Sin embargo, la cuestión que subyace es: ¿qué queda de la democracia cuando los poderes dejan de limitarse entre sí?

Así pues, el debate está servido.

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