
En los últimos años, se ha vuelto cada vez más visible un fenómeno que desconcierta a quienes pensaban que la religión era cosa del pasado: el regreso de Dios a la vida de los jóvenes. No se trata únicamente de versículos en biografías de Instagram, podcasts sobre fe o artistas que dedican álbumes a su relación con lo trascendente. Lo realmente significativo ocurre en el día a día: misas llenas incluso entre semana, gente rezando el rosario en el metro, grupos de jóvenes que buscan formarse y vivir conforme a valores sólidos.
La tentación inmediata es etiquetar este fenómeno como una moda. Al fin y al cabo, vivimos en una época donde casi cualquier cosa —un estilo de vida, una estética, incluso una opinión— puede transformarse en tendencia repentina. El auge de comunidades juveniles, retiros y grupos parroquiales podría explicarse como un efecto de pertenencia: muchos se suman porque es lo que se lleva, porque no quieren quedarse fuera de un movimiento que gana fuerza. Un deseo de formar parte de algo más grande, pero no necesariamente más profundo.
Sin embargo, esa explicación, aunque tentadora, es insuficiente. La sociedad actual ha promovido durante décadas un modelo de vida centrado en la gratificación inmediata y en la ruptura de vínculos estables. Se ha trivializado el amor y el compromiso, y se ha presentado la ausencia de valores como libertad. El resultado es un desorden que afecta profundamente a la vida personal de muchos jóvenes, que se sienten perdidos frente a la falta de sentido y guía moral. Una corriente cultural que, presentada como liberadora, ha generado lo contrario: una profunda desorientación interior.
Es aquí donde Dios y la Iglesia vuelven a tomar relevancia. La Iglesia, con sus más de dos mil años de historia, aparece como un faro en medio del desorden. Muchos jóvenes se acercan a ella no por moda, sino porque encuentran en Dios una respuesta real a una necesidad profunda: la de ser y sentirse amados. Frente al vacío dejado por corrientes que prometían libertad y solo ofrecieron caos, la Fe ofrece orientación y un sentido que sostiene la vida. Es un retorno a la fuente de valores que durante siglos articuló la vida personal y comunitaria.
Lo que algunos llaman tendencia, en realidad, es búsqueda: búsqueda de sentido y de verdad. Y es precisamente esa búsqueda la que muestra que no estamos ante un fenómeno pasajero, sino ante un movimiento que responde a necesidades humanas permanentes.
Así pues, el debate está servido.