¿Está España preparada para afrontar crisis sociales?

Nuestro querido José Antonio García Cuenca, miembro del equipo que compone este medio, estudiante de Ingeniería de las Tecnologías Industriales en la Universidad de Sevilla, debatiente en la Fase Final de la Liga Nacional de Debate Escolar en el Senado y actual debatiente universitario en Cánovas Fundación, nos plantea esta interesante cuestión de actualidad, ¿qué opinas tú?
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Lunes 28 de abril, 12:33 de la mañana. Un apagón masivo marca el inicio del declive: incertidumbre, miedo, desconfianza y, sin previo aviso, alboroto y risa. Así fue como muchas personas vivieron la crisis energética que sacudió a la Península Ibérica. Aunque algunos le resten importancia —más allá de las 12 a 14 horas sin suministro eléctrico—, si miramos con mayor detenimiento, este episodio revela tanto las carencias como las fortalezas de nuestra sociedad. Por ello, me propongo analizar los déficits y los puntos fuertes para determinar si realmente estamos preparados para afrontar crisis sociales.

En primer lugar me gustaría aclarar que establezco crisis social como el resultado de otros tipos de crisis como puede ser energética, bélica, sanitaria, económica… Y cómo estas influyen en la sociedad durante y después, provocando por lo general situaciones de desequilibrio y tensión profunda que a su vez generan falta de cohesión o bienestar general.

España ha vivido durante este milenio unas siete crisis de renombre entre las que mencionaré la económica (2008-2014), la crisis de desafección política del 15M (2011), la crisis catalana (2017-actualidad), la crisis migratoria y de gestión de fronteras (2018-2023), la crisis del Covid 19 (2020-2022), inflación y crisis energética (2022-actualidad) y la crisis joven donde quiero agrupar problemas de desempleo, vivienda y salud mental (constante).

Si nos centramos en las fortalezas, podemos decir que España ha demostrado varias veces tener recursos consistentes en el tiempo para poder hacer frente a crisis sociales de grandes magnitudes. La experiencia adquirida durante episodios como la crisis económica , sanitaria o la energética de la que hablamos, han permitido reforzar tanto el marco institucional, como la conciencia del ciudadano. Cabe considerar que España posee una sociedad más conocedora y conectada, teniendo una habilidad muy buena para la reacción ante este tipo de situaciones. España ha sido capaz de desarrollar una notable red de protección social bastante robusta dentro del contexto de la UE como los ERTE, el ingreso mínimo vital o ayudas focalizadas en familias o grupos en situación de vulnerabilidad. A esto hay que añadir el apoyo proporcionado por fondos europeos como el Next Generation EU, que son capaces de minimizar el daño que estas crisis provocan, y dentro de la legislación española, una sanidad pública y accesible y un sistema educativo gratuito así como instituciones especializadas en problemas concretos. Con esto y más recursos complementarios, España es capaz de ser resiliente y salir de las crisis, aunque no sin daños colaterales.

En cuanto a las debilidades, a pesar de que España dispone sobre el papel de un marco institucional consistente y recursos sociales considerables, cada vez que se produce una crisis de cierta magnitud, la cohesión social se tambalea con facilidad. La teoría y la realidad rara vez se alinean. Las crisis sociales en España revelan con crudeza que las estructuras que deberían sostener a la población en momentos de tensión no siempre están preparadas para una respuesta rápida, eficaz y cohesionada. De tal forma que en lugar de anticipación y coordinación, lo que suele imperar es la improvisación.

Por tanto, aunque existen maneras de hacerle frente a estas crisis, no se es capaz de operar con la suficiente agilidad o eficiencia necesaria para estos casos, lo que se traduce en una menor capacidad de amortiguar estos impactos sociales.

Un parámetro importante a tener en cuenta es la desigualdad tanto de estructura social como económica en los diversos territorios de España, siendo especialmente aguda esta diferencia entre los núcleos urbanos y las zonas rurales, siendo dispares en infraestructuras y medios administrativos. Esto provoca respuestas desiguales ante un mismo problema, generando sensaciones de abandono, agravios comparativos y tensiones internas. Mientras algunas comunidades pueden activar redes de apoyo rápido, otras tardan semanas o meses en implementar medidas básicas. Así, la respuesta estatal se convierte en un mosaico desigual que erosiona la confianza ciudadana.

A ello se suma la lentitud burocrática e institucional, que convierte cualquier solución en un proceso largo, frustrante y muchas veces ineficiente. Medidas que sobre el papel son innovadoras —como el Ingreso Mínimo Vital— tardan tanto en implementarse y están tan llenas de requisitos, que pierden su efecto reparador. Las personas en situación de mayor vulnerabilidad, las que más necesitan apoyo inmediato, son las que más sufren estas demoras. Lejos de ser un sistema ágil y empático, el aparato institucional suele parecer distante, rígido y desbordado.

Otro punto crítico es la creciente crisis de identidad colectiva y la desafección ciudadana. En una sociedad tan actual como es la nuestra, la información muchas veces manipulada y tergiversada a gusto de los medios que la publican, misma información y dos noticieros distintos. Los españoles están diariamente sobrecargados emocional e intelectualmente, cosa que incita al desconcierto, la desconfianza y la apatía ante los problemas que la sociedad pueda presentar, debilitando los vínculos sociales que en situaciones de crisis han de ser más fuertes que nunca. El resultado es una sociedad cada vez más fragmentada, reactiva y vulnerable a la polarización. Las RRSS, los discursos separatistas y la saturación de estímulos favorecen a que en estos momentos exista una dispersión de opiniones, miedo y enfrentamientos moralistas que desencadenan en ayuda cero.

Cabe destacar la pésima gestión de crisis anteriores, desde la económica del 2008, la sanitaria del 2020 y la energética actual: respuestas poco coordinadas y con alto coste no solo social sino también administrativos, económico y humano. No ha habido un verdadero aprendizaje estructural, sino parches puntuales. La política tiende a moverse en clave de urgencia y no de planificación estratégica, y eso se nota. España demuestra más capacidad para resistir que para adaptarse; más aguante social que innovación institucional.

Así como el apagón masivo del 28 de abril provocó miedo e incertidumbre para, poco después, transformarse en una risa nerviosa, este episodio resume a la perfección la fragilidad del sistema español ante situaciones de crisis imprevistas. La incapacidad de adaptarse de forma rápida y eficaz deja al descubierto desigualdades estructurales ya mencionadas, y demuestra que, aunque se cuente con sistemas teóricamente sólidos, pues como se suele decir “el papel lo aguanta todo”, en la práctica, la ciudadanía, lejos de encontrar una respuesta clara y un respaldo firme, se ve atrapada en una espiral de frustración, desconfianza y fragmentación.

No existe un aprendizaje real de los errores cometidos en crisis anteriores; España tiende a resolver los problemas con soluciones provisionales, casi improvisadas, como si bastara con cinta de carrocero y alambre para sostener estructuras que lo que necesitan es una reforma profunda. Todo parece estar preparado para que el siguiente empujón termine de derribar lo que ya está agrietado. Por todo esto, estoy convencido de que España no está preparada para las crisis sociales, que no son más que las consecuencias visibles del resto de crisis que esta nación ha atravesado.

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