El pasado 16 de febrero fue detenido en la Universidad de Lleida el rapero español Pablo Hasél. Su encarcelamiento se realiza en ejecución de una serie de penas de cárcel ya firmes, de entre las que es aquí conveniente destacar dos: la condena a dos años de cárcel por un delito de enaltecimiento del terrorismo en algunas de sus letras (abril de 2014) y la condena a nueve meses de prisión, por el mismo delito, y a nueve meses de multa, por delitos de injurias y calumnias contra la Corona y de injurias y calumnias contra las Instituciones del Estado (junio de 2020).
Este hecho ha traído consigo una serie de revueltas sociales, no faltas de violencia y vandalismo, que vuelven a poner sobre la mesa el debate acerca de la pertinencia de ciertos tipos penales en un ordenamiento jurídico democrático como el nuestro. Concretamente, resultan siempre debatidos delitos como el de ofensa a los sentimientos religiosos, el de injurias a la Corona o el de enaltecimiento del terrorismo.
Algunos sectores políticos y sociales sostienen que la existencia de estas figuras penales nos sitúa en un estado de anormalidad democrática. Hace unos días el grupo parlamentario de Unidas Podemos presentó una reforma legal que plantea la derogación de los delitos referidos. En ella se dice que con tales tipos penales se está criminalizando conductas dimanantes de la libertad de expresión como enviar mensajes por redes sociales, escribir canciones o criticar al Jefe del Estado. Llega a afirmarse que son delitos impropios de una democracia desarrollada, pues provienen directamente de la influencia de la dictadura franquista.
Para sustentar tales afirmaciones, se hace referencia a cierta jurisprudencia europea, como la STEDH de 13 de marzo de 2018, que condenó a España por violar el derecho a la libertad de expresión condenando la quema de unas fotografías de los reyes. Igualmente, la ONG Amnistía Internacional acusó a nuestro país de atacar, con la aplicación de estos preceptos del Código Penal, la libertad de expresión.
Otros, sin embargo, entendemos que la presencia de delitos como los ya vistos en nuestro ordenamiento no supone una violación del derecho fundamental a la libertad de expresión.
En primer lugar, porque los derechos absolutos o ilimitables no existen, pues todos coexisten con otros derechos que merecen también protección por parte del sistema normativo. Así, es necesario diferenciar entre limitar y transgredir. La limitación es necesaria, la transgresión es inconstitucional.
Y, en segundo lugar, porque las figuras penales discutidas protegen bienes jurídicos que resultan valiosos para nuestra sociedad, como son la buena imagen de nuestras instituciones (lo que no puede entrañar una persecución de la libre crítica política), la dignidad de las víctimas de actos terroristas o la libertad de culto (aunque, dicho sea de paso, son los delitos contra los sentimientos religiosos los que más dudas jurídicas me plantean).
Así pues, el derecho a la libertad de expresión, como cualquier otro, se ve limitado cuando puede colisionar con bienes jurídicos protegidos por nuestras normas. Estos, a su vez, también se ven limitados en otras ocasiones para salvaguardar la libre expresión de los ciudadanos. Este es el funcionamiento de nuestro sistema de derechos y libertades.
Así pues, el debate está servido.