El ser humano no combate desnudo. Desde tiempos remotos, los guerreros se han asociado a objetos para incrementar su protección: desde prendas de cuero y armaduras hasta el chaleco antibalas moderno. Los científicos hoy trabajan por mejorar el propio cuerpo del militar y así crear “supersoldados” o “soldados aumentados” que consigan mayor eficacia operativa en el campo de batalla postmoderno. Numerosas obras de ciencia ficción (novelas, videojuegos, películas) han presentado versiones distópicas del supersoldado. Actualmente, la creación de un combatiente con recursos físicos y cognitivos aumentados por la tecnología es más próximo de la realidad que de la imaginación.
Se pueden discernir 2 tipos de aumentos: adicionales (sobre el soldado) o intrusivos (dentro del soldado).
El primer tipo de aumento se puede entender como la armadura de Iron Man: se añade al cuerpo temporalmente. Creaciones de este tipo son: el exoesqueleto “Hercule” francés, el proyecto estadounidense TALOS (Traje de Operador Ligero de Asalto Táctico), o el Ratnik 3 desarrollado por Rusia. Este primer tipo también puede incluir modificaciones cognitivas temporales. Por ejemplo, la ingesta de píldoras con sustancias activas, como el Captagon, utilizado por las tropas de Bashar al-Ássad entre los militantes del Daesh.
El segundo tipo de aumento es prometedor y a la vez cuestionable. Un soldado con estos aumentos se podría equiparar a Spiderman: no puede cambiar su naturaleza. Consiste en emplear técnicas invasivas a menudo permanentes o difícilmente reversibles, como modificaciones genéticas, implantes, interfaces de cerebro-computadora, etc. Por ejemplo, China está explorando la posibilidad de editar genes CRISPR sobre el Ejército Popular de Liberación. En varios ejércitos ya se han hecho operaciones quirúrgicas en la córnea para incrementar la agudez visual en un 20%.
Los aumentos corporales son cada vez más sofisticados, y esto es inquietante. Los bioconservadores sostienen que la manipulación genética para mejorar la eficiencia de humanos sanos no es ética y que puede herir la integridad y dignidad humana. Para avanzar con estas investigaciones transhumanistas, es crucial exigir el cumplimiento del Código de Núremberg (1948). Sin embargo, en el contexto militar puede ser retador.
Primero, porque es difícil ejercer un control ético y democrático sobre cómo evoluciona este asunto en las fuerzas armadas: la opacidad y el secretismo son vitales para proteger el interés nacional. Este monitoreo ya es bastante complicado en medicina, donde se puede exigir cierta transparencia.
Segundo, porque la cultura jerárquica y de obediencia a los superiores es fundamental en la estructura militar. El bienestar del individuo puede estar legítimamente supeditado a los intereses de una unidad, misión o del Estado. Por tanto, es difícil que los soldados den su consentimiento libremente para someterse a estos procedimientos, ya sea por presión social o por predisposición a acatar órdenes.
Finalmente, aunque países como Francia (que creó un Comité de Ética de la Defensa) o Estados Unidos (publicó el Informe Belmont) se autodeterminen una ética militar, ¿Qué esperar de estados totalitarios con menos escrúpulos?
Para Ícaro, la codicia por adquirir capacidades sobrehumanas fue su perdición. ¿Lo será para nosotros también? Así pues, el debate está servido.