Mi primera imagen del debate competitivo fue para las fechas del Pride del año 2019, en Madrid. Concretamente en Comillas. Para ese entonces, llevaba únicamente cuatro meses en debate y concretamente tres en la modalidad de Parlamento Británico. Era una sensación agridulce: estaba en una competición de lo que empezaba a ser mi hobbie y me sentía como en casa, pero a la vez también como un corderito desnudo al escuchar los brillantes – y a veces agresivos – discursos de los compañeros del circuito en sala.
Y es que el debate es eso: una explosión de sabores dulces que, pueden llegar a convertirse en algo empalagoso.
Por una parte, el debate competitivo me ha proporcionado unas habilidades de argumentación, oratoria, improvisación y un conocimiento que nunca me hubiera imaginado.
Gracias a ello, me he dado cuenta que no quiero pasarme los mejores años de mi vida sentada en una oficina delante del ordenador. Que necesito salir, expresarme y defender a viva voz mis ideales, mis valores y los intereses de aquellas personas que, quizás por si solas, no se atreven a hacerlo. Que necesito seguir aprendiendo sobre todo aquello que pueda inquietarme, desde saber cómo se mecaniza la felicidad, hasta entender las relaciones diplomáticas de Irán con Occidente.
No obstante, me he dado cuenta de todo ello gracias a la persistencia y el esfuerzo, y es que el debate no es andar por un camino en el que no todo es de color rosa. También es competitividad, toxicidad e intereses propios. Se mira por uno mismo, en pasar el break y tener reconocimiento propio, para que exploten entonces las endorfinas en forma de felicidad y satisfacción. Y es todo ello lo que te ocasiona una presión intrínseca a intentar mostrar tu mejor versión constantemente, que te obliga a dedicarle mucho tiempo y esfuerzo. Una presión que puede ser positiva al incentivarte a mejorar, pero a la vez, poco a poco te va quemando.
Y el problema viene cuando nos damos cuenta que no siempre podemos estar a tope y allí viene la querida frustración. Frustración de no entender por qué te va mal (o no tan bien como deseabas) después de todo el curro que has hecho. O también el agotamiento, ese agotamiento de no querer dejar de debatir todos los fines de semana, pero es la cabeza quien te dice stop.
Así que sí, el debate es una arma de doble filo. Pero a mi me sigue ponderando porque lo que me aporta el debate es mucho más fuerte que esa presión y frustración que podemos llegar a sentir.
Y todo ello, también gracias a las personas que el circuito me ha hecho conocer, que me han hecho disfrutar el doble o el triple al ver compartida mi pasión por debate. Y ha sido relacionarme con diferentes tipos de personalidades, que, a parte de convertirse en amistades, también me han dado a conocer otras facetas del propio debate y de mi misma.
Y esto es, sin duda, lo mejor que me ha aportado el debate. Y, sobre todo, personalmente, los miembros y amigos de mi institución, del GAD, que son un pilar fundamental para que los que formamos la Organización del grupo podamos tirar adelante con el proyecto que nos corresponde a todos, desde los que empezaron recientemente como los que llevan ya mucho tiempo.
Así pues, el debate está servido.