
En los últimos meses, la infiltración policial ha reabierto el debate en los medios, a raíz de la polémica generada por movimientos sociales en Cataluña y grupos ecologistas en Madrid, quienes han denunciado la presunta presencia de agentes infiltrados entre sus filas, lo que ha reavivado las dudas sobre la legitimidad, moralidad y constitucionalidad de esta práctica.
Este tipo de denuncias y críticas no son novedad en nuestro país, pero la falta de una regulación clara y la posibilidad de vulneración de derechos fundamentales la hacen especialmente relevante dadas las garantías que delimitan nuestro modelo de Estado.
Para abordar la cuestión, es fundamental distinguir entre las figuras del agente encubierto y el policía infiltrado. El primero, regulado por la Ley Orgánica 5/1999, es un policía judicial que asume una identidad ficticia, bajo autorización del Ministerio del Interior, para infiltrarse en redes criminales con el objetivo de obtener pruebas. Su actividad se circunscribe a la lucha contra el crimen organizado y cuenta con exención de responsabilidad penal por los actos necesarios para su misión.
Por el contrario, el policía infiltrado actúa sin una regulación legal precisa y sin necesidad de autorización judicial previa. Su función es recopilar información sobre grupos u organizaciones, ya sean delictivas o no, lo que suscita críticas por la falta de un control garantista en sus actuaciones.
La infiltración policial ha demostrado ser una herramienta clave en la lucha contra el crimen organizado y el terrorismo, y la clara evidencia que a todos se nos viene a la mente, son las infiltraciones en la banda terrorista ETA. La obtención de información desde dentro de la organización permitió la prevención de atentados y la detención de numerosos integrantes. Sin embargo, la utilización de estos métodos en contextos ajenos a la criminalidad organizada, como en movimientos sociales pacíficos, genera un debate sobre la proporcionalidad y necesidad de estas prácticas.
Además de las implicaciones legales, existen profundas consideraciones morales. La infiltración conlleva el uso del engaño para acceder a la intimidad y privacidad de los investigados, lo que puede afectar su dignidad y libre desarrollo. Especialmente problemático es el ingreso a domicilios bajo consentimiento viciado, o el mantenimiento de relaciones sexoafectivas, como método para la integración en estos grupos y el acceso a la información necesaria en relación con la investigación.
En el ámbito judicial, un aspecto recurrente en los procesos es la regularidad de la autorización para la infiltración. En muchos casos, la defensa argumenta que la actuación policial requería de una autorización judicial, por su implicación relativa a los derechos fundamentales, o que incluso el policía infiltrado actuó como agente provocador, generando la comisión de delitos que, de otro modo, no habrían ocurrido.
En definitiva, la infiltración policial plantea una tensión entre la necesidad de garantizar la seguridad pública y los límites que estamos dispuestos a rebasar en relación con los derechos fundamentales, y las garantías procesales propias del Estado de Derecho: así pues, el debate está servido.