
El debate, tal y como lo vivimos en los torneos, parece girar en torno a una lógica de rendimiento: se gana con datos, con estructura, con estilo. Aplaudimos la agudeza dialéctica, la precisión del análisis, la contundencia en la réplica. Sin embargo, hay una habilidad que rara vez celebramos en el atril, aunque probablemente sea la que más nos transforma: la empatía. No la versión amable y decorativa que hace eslóganes, sino la real: la que se entrena cuando te toca defender ideas que te incomodan, cuando logras entender al otro sin necesidad de estar de acuerdo.
Desde una perspectiva estratégica, esto parece un sinsentido. Si empatizas demasiado con la postura contraria, ¿cómo vas a combatirla con contundencia? ¿Cómo evitar que la duda te erosione? La empatía, dicen algunos, desactiva el ímpetu. Pero yo sostengo lo contrario: lo afina.
Comprender el dolor, la lógica o incluso la rabia que hay detrás de un argumento nos obliga a pensar mejor. Nos previene del autoengaño. Nos hace más justos al hablar. Y nos entrena para una vida más lúcida fuera de la sala de debate. El mundo real, ese en el que nadie lleva la cuenta del tiempo ni se gana por puntuación, está hecho de grises. Y no hay mayor acto de fortaleza que abrirse al punto de
vista ajeno cuando todo en ti grita que lo rechaces. Más que una técnica, la empatía es una disposición. No enseña a ganar, sino a comprender. No pule la forma, sino el fondo. Y en ese ejercicio discreto reside su verdadera fuerza.
Claro que es más fácil atrincherarse, reforzar las ideas propias sin someterlas al riesgo de la exposición. Pero eso no forma pensadores. Forma propagandistas. Y justo por eso, el debate se vuelve un espacio tan enriquecedor: porque no premia certezas, sino el coraje de cuestionarlas.
Así pues, el debate está servido.