No sería exagerado decir que la Ley Electoral es, sin duda, una pieza fundamental de todo el sistema político de un Estado; produce efectos tanto en el comportamiento electoral de los ciudadanos, como en el de los partidos, así como en su organización, en la composición del Paramento y en las fuerzas que componen el Gobierno. Se suele decir que la Ley Electoral es una de las normas más difíciles de modificar ya que, para ello, se precisa del apoyo de aquel partido ganador y, por tanto, beneficiado por el sistema electoral.
Una Ley Electoral actúa sobre la voluntad popular -expresada en votos por medio de las elecciones- de formando el resultado hacía unos efectos queridos de manera más o menos consciente por el legislador. Esta deformación es un traductor; un gran embudo por el que hacer pasar muchos electores para convertirlos en un número reducido de representantes o de cargos electos. En España, este traductor convierte la voluntad de 35 millones de personas en 350 escaños y el decidir cómo se hace es lo realmente fundamental.
En el fondo, los sistemas electorales no dejan de ser decisiones políticas que se adoptan en función del objetivo que se persiga. En nuestro caso, la estabilidad del sistema, lo que pasa por tener mayorías sólidas, cohesionadas y un sistema que permita tener gobiernos estables y duraderos. La combinación entre una reducida ratio entre número de diputados y electores, con un relativo elevado número de circunscripciones, sumado a los criterios empleados para la distribución de los escaños entre ellas -el prorrateo- refuerzan notablemente los efectos de nuestro sistema sobre el número de partidos. Es una apuesta clara por la gobernabilidad. Los sistemas electorales que generan mayorías fuertes tienden a ser sistemas en los que la traducción de la voluntad popular sacrifica representatividad política. Es decir, la búsqueda de la estabilidad va ligada con la pérdida de la representatividad y a la inversa. Destacable resulta el caso de Bélgica, que ostenta el récord de 541 días sin gobierno fruto de la parálisis institucional de un Parlamento con 12 fuerzas parlamentarias donde la más votada obtuvo 27 escaños de 150.Por tanto, los llamados sistemas mayoritarios tienden a favorecer la estabilidad, al traducir mal (no en el sentido valorativo) la voluntad popular. Los proporcionales, en cambio, persiguen más representatividad buscando que el hemiciclo parlamentario sea un reflejo lo más cercano posible a los votos del día de las elecciones.
Así las cosas, todo nos reconduce a la famosa ley de Duverger que relaciona los sistemas electorales y los sistemas de partidos. En el fondo, los sistemas electorales de la familia proporcional tienden a provocar sistemas multipartidistas, mientras que los sistemas de tipo mayoritario (aquéllos que buscan la gobernabilidad) tienden a generar un sistema bipartidista (o al menos un sistema en el que dos partidos notoriamente se superponen al resto).
Lo cierto es que primar la gobernabilidad, especialmente en España, presenta algunas ventajas, piénsese, por ejemplo, en los partidos políticos que se consolidaron en los años setenta partiendo de una situación de extrema debilidad. De hecho, los aparatos de partido cohesionados fueron la pieza clave para que los partidos se consolidaran, y que estos se configurasen como el elemento fundamental de participación política de los ciudadanos. Pues, ¿cómo, sino, se alcanzaría la consolidación democrática sin unos partidos fuertes y útiles parala sociedad?
Llegados a este momento, con un Parlamento español fraccionado – dentro de lo que permite el sistema – quizás sería una buena ocasión para abrir el debate de modificación de la ley para primar más la representatividad. Ahora bien, más representatividad, implica necesariamente más altura política; tener voluntad de acuerdo, de pacto y de diálogo que cristalice en coaliciones de gobierno. Quizás vernos en más situaciones como las vividas en el periodo 2015 – 2016 (con dos elecciones generales de por medio), nos ayudaría a cambiar nuestra cultura política. Por lo que cabe preguntarnos ¿Gobernabilidad o representatividad?