
Lo que no se cuestiona, se acepta sin más.
Vivimos en un mundo donde la información vuela más rápido que nunca. Sin embargo, paradójicamente, nunca ha sido tan fácil estar desinformado. En la era digital, donde cualquiera puede emitir una opinión y viralizarla en segundos, la línea entre verdad y mentira es cada vez más difusa. Y cuando la verdad se vuelve opcional, la democracia empieza a tambalearse.
Una de las bases de cualquier sistema democrático es el voto informado. Si las personas toman decisiones políticas en función de datos falsos, teorías conspirativas o titulares manipulados, ¿hasta qué punto esas decisiones son realmente libres? ¿Y qué responsabilidad tiene el Estado, los medios de comunicación y nosotros, los ciudadanos, en todo esto?
Es cierto que vivimos un momento de acceso masivo a la información. Nunca antes tuvimos tantos recursos para aprender, contrastar y participar. Pero, al mismo tiempo, los algoritmos de las redes sociales nos encierran en burbujas ideológicas, donde solo consumimos lo que confirma nuestras creencias. El pensamiento crítico, que debería ser la brújula de todo ciudadano democrático, se está viendo sustituido por la comodidad del like y la opinión sin argumentos.
En este contexto, la desinformación no es solo un problema individual, sino estructural. Influyen campañas organizadas, bots, intereses económicos y políticos que buscan manipular a la opinión pública. Y lo logran. Se ha visto en elecciones recientes en distintos países, donde las fake news han tenido más impacto que los programas políticos.
Algunos defienden que es responsabilidad de cada persona informarse bien, contrastar fuentes y no caer en bulos. Y, en parte, es cierto. Pero, ¿puede exigirse un pensamiento crítico sólido cuando no se enseña en las aulas? ¿Puede una democracia funcionar plenamente si no se educa a sus ciudadanos para pensar, dudar y argumentar?
Por suerte, hay señales de cambio. Plataformas que verifican información, periodistas que luchan por la verdad, campañas de alfabetización mediática. Pero siguen siendo pasos pequeños frente a un problema global que avanza muy rápido.
En definitiva, la democracia no está condenada, pero sí está en peligro si seguimos tolerando que la mentira tenga más visibilidad que la verdad.
Así pues, el debate está servido.