
Libertad, ¿que es la libertad?. Hace dos años don Pedro, mi profesor de filosofía, me planteó esta misma pregunta. Honestamente no supe qué contestar, me parecía un concepto tan delicado y multifacético que intentar darle una respuesta era como buscar una aguja en un pajar: inútil. Hoy, dos años después —y con la madurez que eso conlleva— voy a atreverme a levantar la mano y despejar la incógnita. Don Pedro, la libertad, concretamente la libertad de expresión que hoy día conocemos, no es más que un arma. Un arma de imposición.
En nuestra cabeza, ese derecho reconocido mundialmente en 1948 por la DUDH —cuyo propósito era garantizar la convivencia armónica de las ideas— ha dejado de ser un principio para convertirse en una herramienta. Y no una herramienta cualquiera. Al igual que cuando éramos niños recurríamos a nuestros seres más queridos para resolver los problemas que nos angustiaban, hoy, ya adultos, acudimos a esa herramienta con el mismo reflejo: la esgrimimos para defendernos de quien nos cuestiona, nos rebate o simplemente intenta corregirnos.
Es un fenómeno, y admitámoslo —aunque nos dé pudor—, que nos hace débiles. Justificarnos en un derecho que hemos concebido de forma errónea nos hace débiles. Dejar atrás el diálogo, el contraste de ideas y la belleza de intentar comprender al otro, nos hace débiles. Nos hemos convertido en una suerte de autómatas del discurso, repitiendo sin pensar aquello de “tengo libertad de expresión y puedo decirlo”, como si esa frase bastara para sostener cualquier argumento, por absurdo que sea. Nos hemos otorgado ese poder de desacreditar y de imponer, mediante un derecho que no se formalizó para ello.
Para quienes creemos en el poder de la palabra, esto nos aterra. Pero lo que más nos roba el sueño es comprobar que, bajo la bandera de la libertad de
expresión, se amparan ideas que, lejos de fomentar el diálogo, lo pisotean, lo desintegran, lo destruyen. Lo convierten en un privilegio, y además, solo apto para algunos. Por poner un ejemplo, escuchamos a jóvenes —y no tan jóvenes— afirmar sin remordimientos, y sosteniéndose sobre este derecho, que “con Franco se vivía mejor”, como si la memoria histórica fuera una opinión intercambiable. También vemos cómo se justifican discursos misóginos, racistas o negacionistas apelando al ya habitual “yo solo estoy diciendo lo que pienso”.
En esa confusión entre derecho y libertad olvidamos que no toda opinión es respetable solo por el hecho de ser dicha. La libertad de expresión protege, efectivamente, el acto de hablar, pero está sujeta a límites; límites que preferimos obviar porque no nos convienen, o que desconocemos porque nunca nos hemos preocupado por comprenderlos. Defender el derecho a opinar no equivale a conceder validez a cualquier argumento. Hay palabras que hieren, que excluyen, y cuando se pronuncian bajo el paraguas del “yo tengo derecho”, el propio derecho deja de ser un espacio de encuentro para convertirse en un refugio del ego y la imposición.
Quizá deberíamos recordar que la libertad de expresión no es una vía de escape para cuando nos incomodan ideas opuestas a las nuestras, sino una oportunidad. La libertad, mal entendida, desemboca en el ruido; su uso apropiado, en cambio, nos guía por un camino lleno de posibilidades, donde el diálogo es justo y profundo. Tal vez ahí radique su sentido más olvidado: no en hablar sin límites, sino en escuchar sin miedo.
Así pues, el debate está servido.